Si
os digo el nombre de Felix Baumgartner, la inmensa mayoría lo
reconocéis como el hombre que saltó desde la estratosfera. Todo un
ejercicio de valentía in the name of the marketing science.
Más allá de sus grandes sponsors, su gran cobertura por parte de los
medios de comunicación y sus millones de espectadores pendientes de su
supervivencia Baumgartner demostró algo que no se sabía: que el cuerpo
humano (entrenado, por supuesto) es capaz de soportar un salto de 39.068
metros, con su correspondiente caída libre de cuatro minutos y 19
segundos – aunque otro hombre soportó una de cuatro minutos y 36
segundos – y su correspondiente rotura de la barrera del sonido durante
los 40 primeros segundos de caída, cuando alcanzó una velocidad de unos
1.342,8Km/h.
Félix Baumgartner saltó 39.068 metros y batió tres récords Guiness.
Loco.
Oportunista. Marca. Sea como sea y sin entrar en por qué una empresa de
bebidas energéticas patrocina actividades y deportes de riesgo,
Baumgartner fue el héroe del domingo 7 de octubre. Y bien pagado o no,
los científicos ya han sacado papel y lápiz para calcular la física de
su salto [léelo aquí],
tomar nota de cómo se podrían desarrollar nuevos sistemas de evacuación
para astronautas, analizar la resistencia humana a las condiciones
límite o indagar en el diseño de trajes y de los materiales (los que
formaron la vestimenta y los de la cápsula). Así que un gran salto para
el hombre, un gran salto para la empresa de bebidas energéticas y un
salto para la ciencia.
En este post quería hablar de más locuras in the name of science.
La
primera de ellas la vamos a nombrar “El catador de orin” y su nombre es
Thomas Willis. Este médico inglés pasaría a la historia por escribir Cerebri Anatome, una
obra en la que comparaba el cerebro humano con el de otros animales
como los mamíferos, los pájaros y los peces. En su estudio se encuentra
la descripción de estructuras cerebrales con una precisión nunca vista
aunque no entra en explicar el por qué de las semejanzas y las
diferencias entre estos cerebros. Pero no os quería explicar eso. Lo
verdaderamente curioso de la vida de Thomas Willis fue su estudio de la
diabetes cuya detección realizaba probando la orina. Del pipí diabético
llegó a escribir que es “maravillosamente dulce, como si estuviera
aliñado con miel o azúcar”.
Thomas Willis bebió orina in the name of science.
La
locura de Willis provocó que, hasta dos siglos más tarde, la única
manera de diferenciar una diabetes miellitus – cuyo nombre, a propósito,
debe a Willis y su dulce descubrimiento – de otras enfermedades en las
que el paciente también tuviera una excesiva evacuación de orina fuera
mediante “la cata”. Un sorbito para el médico, un gran salto para la
detección de la diabetes.
Otra
locura por la ciencia, tiene nombre de matrimonio. Pierre y Marie
Curie, muchos ya sabéis de qué va esto, investigaron en su doctorado el
origen de las radiaciones que emitían las sales de uranio. Tal fue su
obsesión – y tal la ignorancia que se tenía en la época sobre lo que
podía afectar la radiación – que terminaron muriendo de cáncer. De sus
años de trabajo se descubre el torio, el polonio (nombre que ponen en
honor a su ciudad nativa) y el radio, cuyo nombre lo debe a su intensa
radioactividad.
Tanto
Pierre como Marie sufrían quemaduras y llagas producidas por sus
peligrosos trabajos radioactivos y Pierre, en concreto, pasaba largas
temporadas en cama debido a la fatiga que tenía, fruto de la radiación.
Digamos, llegados a este punto, que su locura por la ciencia les costó
la vida, pero fue una gran aportación para la química. De hecho, se le
atribuye a Marie Curie la frase “Nada en la vida está para ser temido.
Sólo para ser entendido” cuya ironía es más que patente y ha sido fruto
de chistes (más bien chistes de humor negro) como muestra esta
fotografía que tomo prestada de @javisalas:
En el cartel se lee "Nada en la vida está para ser temido. Está solo para ser entendido. Marie Curie. - Debería haber temido a la radiación"
Por
último, quería explicaros el caso de Leonid Rogozov, un médico ruso que
en 1961 formaba parte de una expedición a la Antártida junto con otros
13 investigadores. Leonid empezó a sentir un dolor agudo en el abdomen.
Con 27 años y, la verdad, sin alternativas, decidió realizarse a sí
mismo una operación abdominal. Utilizó anestesia local y con la ayuda de
un meteorólogo – que era quien le pasaba los instrumentos para operarse
– descubrió una perforación en su apéndice y tuvo que extirpárselo.
Este loco tal vez sea más un loco por la vida que un loco por la
ciencia, pero su hazaña puede formar parte del estudio de la acción
humana en situaciones límites.
Leonid Rogozov en un momento de la operación.
Y vosotros, ¿conocéis más locuras científicas? ¿Qué haríais vosotros in the name of science?
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